Fernando Arrabal: Más allá del milenarismo

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Fernando Arrabal tiene en su haber 82 años y un dibujo que Georges Wolinski le dedicó: “Merci, ARRABAL”. Con la sensatez que caracteriza a su delirio, ahora conmovido por el asesinato de Wolinski y el resto de periodistas y dibujantes de Charlie Hedbo, el escritor ha pedido a través de las redes sociales que se le conceda a todo el equipo el Premio Nobel de la Paz. A lo largo de su intensa trayectoria, muchos han solicitado también para Arrabal el Nobel y otros premios, y los que se le han atribuido decoran la pared que está frente al váter de su casa parisina: “Es el lugar donde más se ven y donde se pueden leer con más atención”. Arrabal siempre polémico, raras veces contradictorio.


Precisamente por una dedicatoria se le otorgó “el mayor honor que puede existir para un autor”. Aquel 21 de junio de 1967, en Madrid, una joven que resultó ser la hija de un capitán de la marina le pidió al maestro una nota “blasfematoria muy fuerte” que rematase a su Arrabal celebrando la ceremonia de la confusión. El poeta firmó el libro de la chica con un “Me cago en dios, en la patria y en la revolución nacional sindicalista“, y su obra fue sometida “al privilegio de la inquisición” hasta el día en que Francisco Franco murió. Por supuesto, Fernando Arrabal también fue condenado a trece años de cárcel que, por fortuna e influencias, se convirtieron en unos pocos y fructíferos días: El jardín de las delicias  terminó de florecer en Francia, pero echó las raíces en Carabanchel. Esta obra ha sido decisiva en la evolución de su teatro posterior, así como lo fue la gran protesta internacional que por entonces reclamó su puesta en libertad. La oleada de apoyo popular, sin embargo, no presionó en absoluto al régimen: la coacción fue provocada por unas cuantas cartas que Franco debió leer a mediados de agosto. Estaban firmadas por los principales representantes del teatro del absurdo, Eugène Ionesco y Samuel Beckett, y por otros influyentes hombres de letras. Sin más remedio, la dictadura española se bajó los pantalones, pero no frente a la cultura, sino ante la supuesta derecha intelectual europea. Al respecto, Ionesco recordó:

Fue desde la cárcel, creo, desde donde Arrabal me escribió. A mi esposa se le ocurrió preparar una petición firmada por escritores importantes con miras a la liberación de Arrabal. Como es lógico, desechamos la idea de presentar ese documento a Sartre o a otros escritores de izquierdas. Entonces, mi esposa recurrió a Anouilh, a François Mauriac (porque era católico) y a algunos otros. Solicitamos incluso la colaboración de Gabriel Marcel, el cual hizo la siguiente precisión verbal: “Firmo porque Arrabal está en la cárcel, pero como no me gusta su teatro firmaré tan solo con una mano”. Con una mano o con dos, Gabriel Marcel firmó. Los demás lo habían hecho gustosos. Enviamos la carta a España. Y gracias a esta carta, firmada por hombres considerados de derecha, Arrabal fue puesto en libertad.

Quizás, entre tanta firma de varón el perdón también llegó gracias a la influyente e influenciada mano de una respetada mujer vinculada al régimen franquista: Carmen Terán Fernández, ‘la Madre’ de la vida y obra de Fernando Arrabal. Pero esta idea es solo un quizás…

A la izquierda del padre

Carmen Terán Fernández y Fernando Arrabal Ruiz vieron nacer a su segundo hijo, Fernando, el 11 de agosto de 1932 en Melilla. Un año antes, la familia había bautizado a la hija mayor con el nombre de la madre, y un par de años después nació su último hijo, Julio. Posiblemente el matrimonio deseó alguna vez tener más descendientes, pero un viernes que cambió el porvenir de España transformó también el destino de los Arrabal-Terán.

“¿A quién admira?”, le preguntaron hace un par de años al escritor. “A mi padre, primer mártir y santo del 17 de julio de 1936”; un pintor y teniente del Ejército español que rehusó unirse al golpe de Estado militar, y que pasó a convertirse aquel día en el “primer condenado a muerte de la incivil guerra civil”. Esta declaración deja entrever el leitmotiv del teatro de Arrabal: el lamento de un huérfano desterrado. El día que El Mundo pidió al autor que firmara el ‘Manifiesto por la lengua común’ (amparado por María Dolores de Cospedal y Javier Arenas, por Miguel Blesa, por Fernando Savater y por Cayetano Rivera Ordóñez e Iker Casillas, entre otros muchos y demasiados), Fernando Arrabal se negó y sufrió la eliminación de la columna que desde hacía más de quince años escribía cada domingo en el diario. El escritor sosegó su fastidio desviando, una vez más, su recuerdo hacia el auténtico dolor; hacia la verdadera negación; hacia su causa y su consecuencia:

«Ante estas cosas de ocaso (y sin que venga a cuento en este caso) suelo pensar en mi padre. El 17 de julio de 1936 fue encerrado, solo, por sus solícitos compañeros en el cuarto de banderas de un cuartel de Melilla; para que se lo pensara, pues arriesgaba ser condenado a muerte por rebelión militar si no se adhería al ‘alzamiento’. Una hora después el teniente Fernado Arrabal llamó a sus ex-compañeros ¡ya! para decirles que no necesitaba reflexionar más. Gracias a ello hoy me toca, como a menudo, ser testigo, ejemplo, o símbolo de lo más trascendente de lo que aquí sucede. Yo que solo soy un desterrado y un despistado. Si se me saca de mis idolatradas cifras mi pista me lleva al desconcierto ¡y sin orden! No quiero ser un chivo expiatorio, solo quiero a mis 76 expirar vivo, cuando Pan quiera».

Extraído del artículo Ya no soy un no-ser en el mundo, publicado en Eldiario.es  

Ocho meses después de aquel viernes negro, el teniente Arrabal intentó suicidarse abriéndose la venas en la prisión militar del monte Hacho, en Ceuta. Aún no podía ni tan siquiera imaginar que durante más de tres años sería trasladado de una cárcel a otra, que se le conmutaría la pena de muerte por treinta años de reclusión, que enloquecería, o fingiría enloquecer, y sería internado en el Hospital Militar de Burgos. Tampoco pudo suponer entonces, que la madre de sus hijos apenas le visitaría a pesar de trasladarse con ellos a la capital de la España franquista; que esa misma mujer trabajaría toda la vida como secretaria para múltiples organismos oficiales; que Carmen Terán Fernández moriría a los 94 años siendo, o fingiendo ser, fiel al régimen franquista.

Un gélido 28 de enero de 1942, el revolucionario escapó provisto únicamente de su pijama de enfermo. Para entonces, Carmen había cortado su cabeza de las fotos familiares; había borrado cada una de las dedicatorias que él había grabado en los juguetes que construyó para sus hijos en las cárceles de Melilla, Ceuta, Ciudad Rodrigo y Burgos. Nunca más se ha sabido de él. Fernando Arrabal Terán, su hijo, ni tan siquiera puede imaginar su voz, tampoco recuerda la expresión de su rostro:

«Mi padre, que era un “rojo”, nació en Córdoba en 1903. Su vida, hasta el día de su desaparición, fue una de las vidas más dolorosas que yo pueda conocer. Me complace pensar que tengo sus mismas ideas artísticas y políticas. Y como él, canto la emoción temblorosa, los espejos que nadan por el mar, y el delirio».

La guerra incivil, madrastra historia

Mientras el teniente de la República huía a trompicones hundiendo sus pies en la nieve, su hijo de nueve años estudiaba en el Colegio de los Escolapios de San Antón, en Madrid. La institución le había otorgado una beca tras ganar un concurso para niños superdotados en el que la madre lo había inscrito. Por aquel entonces, Fernando Arrabal había dado ya muestras suficientes de su vocación, y su primer teatro, hecho con sus manos y cartón, había sido sustituido por otro más acabado:

“Al principio, ponía muchos personajes. Luego lo hice con pocos, y así podía moverlos sin que tropezaran. Lo construí en Villa Ramiro con una caja de cartón. El interior quedaba iluminado con dos velas disimuladas. Yo mismo hacía todos los papeles cambiando de voz. Más tarde, en Madrid, hice un teatro de madera”.

De su novela autobiográfica Baal Babilonia, Ed. Libros del innombrable

La inteligencia y la sensibilidad del pequeño producían en Carmen orgullo y temor a partes iguales. La educación religiosa no surtía en él los efectos esperados, por lo que a mediados de los 40, la madre obligó al joven a ingresar en la Academia General Militar. Fernando, sin embargo, continuó a lo suyo: el teatro, el cine (le encantaban las películas de los hermanos Marx) y la poesía.

Una mañana que Fernando Arrabal ha recreado constantemente en la obra que es su vida, el joven escritor encontró en la casa unas cartas del padre y supo que su muerte no eran más que injurias de la madre. Ésta, por su parte, descubrió que Fernando no acudía a las clases religiosas-militares, y decidió enviarle a la Escuela Teórico-Práctica de la Industria y Comercio del Papel de Tolosa, en Guipúzcoa. La madre y el hijo se enfrentaron casi de por vida; el perdón finalmente se produjo poco antes de la muerte de Carmen Terán, el 25 de diciembre de 2000. Paradójicamente, o no, ‘la Madre’ murió el día en que nació el Hijo, y Arrabal solo entonces la liberó de la culpa, condenando a la auténtica responsable del martirio de ambos, la guerra civil española:

«A ti y a mí, la guerra civil, madrastra historia, nos infligió este martirio chino. A punto también estuvimos de devorarnos. Pero incluso prisionero de la fatalidad soñaba con la esperanza. Aquella que alimentó mi infancia y mi adolescencia… contigo».

Extracto de Carta de amor (Como un suplicio chino), del poeta Fernando Arrabal.

Hacia el exilio a dedo y sin stop

El día que Arrabal firmó aquel “Me cago en Dios, en la patria y todo lo demás” fue castigado con 25 días de cárcel y el exilio. Sin embargo, las bendiciones proporcionadas por aquel acto fueron más intensas y decisivas que cualquier castigo: el encuentro espiritual con el padre al verse él también entre las rejas -“Juego a ser mi propio padre y a veces creo conseguirlo”, escribió en su novela Ceremonia por un teniente abandonado-, y el propio exilio, ahora ‘puro y duro’. Carente de madre, de la madre que le dio la vida y algunas palizas, y de la madre patria, supuesta prestadora de identidad y suelo, Fernando Arrabal ocupó las ausencias con una plena relación con su padre ideológico: “No soy español, ni francés. Soy del exilio”.

La primera vez que el poeta se exilió fue allá por 1955. Lo hizo de manera impremeditada: en autoestop, viajó hasta París y se coló en el teatro Sarah Bernhardt para ver Madre Coraje. Solo con la hazaña le hubiera bastado para sentirse satisfecho, pero además quiso el destino que conociese entonces a la que siempre ya sería su traductora de obra y compañera de vida, Luce Moreau. Jamás todo es perfecto, o sí: el hambre de la posguerra le enfermó gravemente de tuberculosis, y Arrabal tuvo que ingresar en varios sanatorios y someterse a unas cuantas de operaciones. Fueron dos años de exilio fisiológico a causa de la guerra civil, un destierro que tomaría un rumbo distinto a partir de 1958, cuando, ya recuperado, Arrabal viaja a Madrid porque, por primera vez, en España se representa una obra suya. Los hombres del triciclo supuso un fracaso escénico, la vuelta del poeta a París en la mañana siguiente a la función, su boda con Luce un día después, y de nuevo el exilio, ahora estético (reacción contra la literatura “maniatada” que se hace en España) y poco a poco moral.

El exilio puro y duro, decisivo y definitivo, llegó después con el espisodio de la blasfema dedicatoria. Mientras en España la policía ocupaba cada teatro donde se representaba una obra de Arrabal, el público del mundo acogía con aplausos las obras del joven exiliado. De París a Nueva York, de Nueva York a Túnez, Alemania, México, Japón, Bélgica, Canadá, Brasil… Un sinfín de teatros, revistas, cines, librerías y universidades extasiadas con la presencia del poeta, del polémico director de cine, del dramaturgo español desde entonces más representado en el mundo.

En España, el público no pudo disfrutar de Arrabal sin temor a sufrir la represión policial o atentados de la extrema derecha española hasta 1977.  El primer estreno “normal” se produjo en Barcelona con El arquitecto y el emperador de Asiria, dirigida por Klaus-Michael Gruber para la compañía de Adolfo Marsillach. Tantas vueltas le habían dado las obras de Fernando Arrabal al mundo que el texto-base que el equipo utilizó para llevar a cabo la función fue uno publicado por la revista Estreno, de Estados Unidos. Arrabal y el exilio, el exilio y Arrabal… El dramaturgo Pedro Montalbán Kroebel recordaba en un número especial de La Ratonera por los ’50 años de exilio decisivo de Arrabal’:

No importa la exactitud de la frase, con qué intención fue pronunciada o el contexto en qué surgió, lo cierto es que en su momento levantó una gran polémica: “El teatro español son Arrabal, Valle, Lorca y poco más”, dijo alguien. Ese “y poco más” es, a todas luces, injusto con algunos dramaturgos, pero durante la tormenta que siguió y entre las numerosas declaraciones, hubo un consenso claro respecto a Arrabal. Si hubiese que escoger un número reducido de autores teatrales, Arrabal figura en la selección. Y añado yo: si hablamos del último medio siglo, entonces Arrabal ocupa, sin duda, el primer lugar. ¿Hubiese podido Arrabal desarrollar su obra, en libertad, sin el exilio? Es díficil imaginarlo, muy difícil. ¡Imposible! No se puede hablar del siglo XX español sin hablar de la guerra civil y el exilio, y no se puede entender el siglo XX español sin la obra de Arrabal.

Los por entonces 50, son ya ’59 años de exilio decisivo de Arrabal’.

El oráculo de nuestro tiempo

Fernando Arrabal tiene su propia opinión al respecto de lo que el exilio en él supuso, y utiliza la voz de Homero para resumirla: “Quien cruza los mares cambia de cielo pero no de espíritu”. El poeta afirma que su quehacer no cambió en absoluto, tan solo evolucionó “como mi ADN, como el color de mis ojos, o el de mi cabello o el de mi melancolía”. No seré yo quien diga algo distinto. Ni tampoco seré quien haga un estudio de sus imprescindibles obras. Lo que sí deseo ser es profeta del dios Pan, y conseguir junto a otros el fin de un ritual español que blasfema para que Fernando Arrabal, “modesto embajador de España”, precisamente en España sea un “poco famoso y totalmente desconocido”.

Arrabal es un poeta en su acepción primera: la de creador. Pero como señala Alejandro Jodorowsky: “es tan poeta que a veces lo toman por loco”. Locos, por supuesto, son aquellos que, en espacios dedicados a la maldita cultura, señalan que Fernando Arrabal es autor de “varias obras de teatro”. Y ya está. Más de 200 obras de teatro me parecen muchas más que varias, y la obra aún es mucho más si le sumamos siete largometrajes, miles de versos, cientos de pinturas,  dibujos, collage y fotografías, otros cientos de conferencias, cartas y ensayos, miles de partidas de ajedrez ganadas y no sé cuantísimos artículos y libros sobre el juego del que es experto, pero sobre todo dueño y amante. Todavía se puede leer por ahí que Arrabal es un provocador, sin más. Y no se cuenta que después de conocer a André Breton y acercarse al movimiento surrealista, junto a Roland Topor y Jodorowsky, el poeta enriqueció el arte dando a luz al Movimiento Pánico. Él también se sorprende:

«¿Qué es el Movimiento Pánico y qué se ha creído que era? El Pánico no es más que el dolor, ya expresado a través de mi primer manifiesto. Es el dolor de que existe la confusión. Pero se entendió lo contrario: “Arrabal, y sus amigos, Jodorowsky y Topor, quieren crear la confusión y el pánico”. ¡En absoluto! Ya conocéis mi devoción por todo lo preciso, por las matemáticas, por el ajedrez».

Como el ajedrez, el teatro de Arrabal es cosa de dos. No basta con contemplarlo, hay que entrar en el juego e intentar ganar la partida a la confusión que es la vida. Durante la representación de sus obras, los espectadores ríen ante lo cruel y lo grotesco, siempre para evitar el dolor y el llanto. Sin embargo, todo el que allí estaba recuerda cuánto y cómo lloraba Arrabal el día que enterraron a Ionesco: “En el mundo todo es absurdo, maestro. Menos la pena”, le dedicó en una corona de cuatro metros de diámetro. Sus amistades también pueden parecer exageradas: Eugène Ionesco, Andy Warhol, Spike Lee, Tristan Tzara, Michel Houellebecq, Salvador Dalí, Marcel Duchamp, Samuel Beckett… Por este último llamó Samuel a su hijo, doctor en Biología Molecular, quien le provoca a convertir las entrevistas en conferencias sobre vacas locas. Porque Arrabal también es el creador de una familia formada junto a Lis, junto a Luce, y completada con Samuel y Lélia, que “con su mirada maravillosa” contempla a su padre como si se tratase del “oráculo de nuestro tiempo”. Desde el día en que lo descubrió, mi mirada no deja de hacer lo mismo.

No hay confusión posible: si pudo escribirle una carta a Franco con amor cuando aún el dictador estaba vivo, Arrabal le ganará sin provocaciones la partida de ajedrez a Dios, y después continuará rezándole cada noche.

Prólogo de la obra de Fernando Arrabal Pingüinas, en la edición de Libros del Innombrable.

Imagen: Marco Pasqua

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